Enviarte a ti mismo por correo: la solución a muchos problemas

¿Cuántas veces nos hemos enviado mensajes a nosotros mismos para recordarnos algo? Quizá por eso algunos hayamos subido la apuesta y hemos pensado alguna vez: ¿no saldría más barato enviarse por mensajería o metido en una maleta que comprar un billete de avión? Pues en la historia ha habido personas que no lo han pensado, lo han hecho.
Si existe un caso célebre y llamativo, ese es sin duda el de Henry “Box” Brown. El sobrenombre ya anticipa su historia, pero si os dijésemos que se trataba de un hombre de raza negra… en 1849… en los Estados Unidos de América… ¿cómo os quedáis?


La chorprechita de Henry "Box" Brown
Pues sí, es lo que estás pensando: era un esclavo. Pero no fue un envío comercial. Nadie lo había comprado por Amazon ni nada parecido. Lo hizo por voluntad propia, pues era la forma de escapar de su condición.
Con la ayuda de una red de abolicionistas logró enviarse desde donde servía como esclavo, hasta Filadelfia, donde varios contactos de la Pennsylvania Anti-Slavery Society, le habían garantizado que podían liberarle.
Se introdujo en una pequeña caja e hizo un largo viaje de 27 horas que le llevó en tren, barco de vapor, ferry, etc. Con la mala suerte de que la mayor parte del tiempo la caja estuvo colocada boca abajo.
La pequeña May Pierstorff
Al llegar a Filadelfia, Henry salió de su caja y alcanzó su libertad, llegando a convertirse en uno de los mayores activistas de la Pennsylvania Anti-Slavery Society.
Sería lógico pensar que, después de que el caso de Henry saliese a la luz, se estableciese algún tipo de norma que impidiese el envío de seres humanos por correo, sin embargo no fue así. El National Postal Museum de Estados Unidos recoge el caso de los Pierstorff, de Grangeville (Idaho), que enviaron a su hija por correo en 1914.
Se trataba de un matrimonio obrero, cuya hija soñaba con viajar hasta Lewiston, en el mismo estado, para ver a su abuela. La distancia entre Grangeville y Lewiston es de apenas 120 kilómetros, y hoy en día se tarda poco más de una hora y cuarto en coche. Sin embargo, a principios del siglo XX, la cosa no era tan sencilla.
Por entonces, eran unos pocos privilegiados los que se podían permitir un automóvil, y además la red de carreteras era bastante más pobre de lo que es en la actualidad. La mejor forma de viajar de una localidad a la otra era en tren, y el billete suponía una cantidad inaccesible para los ingresos familiares.
Los Pierstorff echaron cuentas y concluyeron que salía mucho más barato enviar un paquete que pagar el billete de tren, y no querían dejar a su hija sin ver a su abuela. Indagaron un poco más, y se dieron cuenta de que no había ninguna norma que impidiese enviar a una persona por correo, la única limitación era el peso, así que ni cortos ni perezosos, se fueron a la oficina de correos.
El día 19 de febrero de 1914, los Pierstorff se plantaron en la oficina y un empleado pesó a la niña. May, que así se llamaba la niña, resultó pesar 48 libras, unos 22 kilos. Es decir, ¡2 libras menos del límite establecido en 50!
Sin nada que objetar, el empleado de correos sacó el franqueo: 53 céntimos. La familia pagó religiosamente, y la niña fue cargada junto al resto de mercancías en el vagón del tren destinado al correo.
Al llegar a Lewiston, nos dice el National Postal Museum, que fue recogida sana y salva por otro empleado, Leonard Mochel, que la acompañó a casa de su abuela.
Pero en la actualidad ya se ha tomado nota, y ahora sí que aparece reflejado en las normas de las empresas de mensajería y servicios de correo que no se puede enviar a personas. Es más, en la actualidad te puede salir cara la broma…
Uno de los últimos casos conocidos tuvo lugar en 2003, cuando Charles McKinley se envió como paquete a Desoto (Texas) para visitar a su familia. El paquete viajó en avión precisamente hasta Desoto, pero cuando ya casi estaba en su destino, el repartidor llamó a la policía porque decía haber visto un par de ojos en el interior de la caja.
El Departamento de Policía de Desoto arrestó a McKinley cuando ya casi estaba con su familia.
El pobre Charles McKinley arrestado.
El caso es que, aunque todos perseguían una noble causa, ya fuera su libertad o visitar a la familia, McKinley tuvo la mala suerte de nacer en la época equivocada, y al final la solución le salió más cara que los billetes de avión.
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