Fernando VII: bolsa de mierda, cubo de vómitos
Cuidado, cuidado, no nos arreéis todavía con la mano abierta. Seguid leyendo, por favor.
Fernando VII es, todavía hoy, y en muchas charlas sobre los males de España y su historia, el chivo expiatorio número uno. Es nuestro Hitler, nuestros militares japoneses de la IIGM, ese elemento que aúna los esfuerzos de las glándulas segregadoras de vómito de la sociedad española. Incluso por parte de aquellos que tampoco tienen muy claro quién es. Han leído algo, han oído unas palabras, y todo el mundo coindice en que Fernando es un montón de mierda humeante, así que tiene que ser verdad.
El sexto rey Borbón es acusado de ser idiota, de no saber gobernar, ser un inútil, de rodearse de amigotes, de aferrarse a un pasado apolillado conocido como Antiguo Régimen... De todo lo que se puede y más.
Todo esto es cierto hasta donde sabemos y, sin embargo, en cuanto a la validez como monarca, cabría preguntarse la validez de individuos como Carlos II, Felipe V, Fernando VI, Carlos IV, Isabel II, Alfonso XII... Y mejor no sigamos, no vaya a ser que la Audiencia Nacional decida tomar medidas. Esta ristra de personas estaba menos capacitada para reinar que muchos (muchísimos) de sus ciudadanos, y puede que en peores capacidades que el propio Fernando.
Hablamos de una panda de enajenados mentales, depresivos, pasotas, ignorantes, mezquinos, conspiradores... Esos son algunos de los adjetivos que podrían definirlos, y en muchos casos son características que venían marcadas con profundidad por una yunta, por unos surcos recorridos por sangre podrida. Pero, según el juicio de la sociedad, en colaboración con historiadores y con el sursuncorda, Fernando VII era el que se llevaba la palma.
Fernando se aferraba al pasado inquisitorial, a la jurisdicción de los señores feudales, rechazaba la obra legislativa de Cádiz, odiaba con inquina a los pueblerinos que tras la Guerra de Independencia infectaban el ejército... Y sin embargo parece desplazarse sutilmente que fueron 69 traidores los que, siendo diputados de las Cortes de Cádiz, le presentaron su ominoso Manifiesto de los Persas a Fernando. Pedían la vuelta al absolutismo, acabar con esas leyes que habían jurado, y aquí no ha pasado nada.
Incluso historiadores como Josep Fontana llegaron a la inevitable pregunta: ¿de verdad Fernando podía elegir un camino que no fuera ese?
Desde la más alta cima a los más sucios y bajos fondos de la sociedad, a Fernando le pedían la vuelta al absolutismo, identificado con lo más tradicional de un territorio que se recomponía de una debacle militar, demográfica, económica y social.
Fernando no era liberal, ni de coña, pero es que tampoco lo eran los campesinos, ni la aristocracia, ni muchos potentados y ricos, eclesiásticos, terratenientes... No olvidemos que muchos de los impulsores de la resistencia antifrancesa y participantes en Cádiz eran adeptos del Antiguo Régimen.
El liberalismo, para que lo entendamos, era una semilla que todavía había de germinar. En la mente de la sociedad actual parece que los liberales son los buenos de la película, y los absolutistas, resumidos, constreñidos en la figura de Fernando VII, son los malos. Sin embargo, parece que se olvida que, cuando en 1814 Fernando vuelve a España, en esa nación no se tenía la menor idea de qué era eso del liberalismo, y tampoco había mucho interés en saberlo.
Qué fácil es decir: Fernando es el culpable, el monstruo, el que trajo el absolutismo. Pero señores, el absolutismo no se había ido, la Iglesia seguía siendo una fuerza social sin parangón, y la gente (en el sentido más amplio de la palabra, el pueblo) se abrazaba a sus tradiciones como un padre a su hijo lloriqueante.
En los seis primeros años de reinado de Fernando, los liberales, militares mayormente, intentaron muchos golpes de estado, pero la sociedad tampoco los secundaba especialmente. Si bien es cierto que en algunas ciudades comienza a expandirse la palabra liberal, no es hasta 1820 que triunfa un movimiento, el de Riego (y a punto estuvo de terminar encallando). ¡Bien! ¡España ya era liberal! ¡Quedaban atrás todos los males del país! ¡Una etapa brillante venía a eliminar todas las sombras de la nación!
Durante tres años se sucedieron gobiernos liberales a los cuales nadie dejó hacer nada, empezando por el rey, por supuesto, y terminando por el pueblo. Campesinos, curas, militares y muchos más se echaron al monte como guerrilleros, reclamando un gobierno absolutista. Durante esos tres años se formó un fuerte rechazo al liberalismo que solo parecía traer caos e inestabilidad al país, dejando todo perfecto para diez años más de Fernando como monarca absoluto, que comenzarían con la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis, un ejército francés, que venía a España para acabar con el liberalismo y devolver a Fernando VII al trono absoluto. Los franceses siempre tan agradables.
Desde 1823 a 1833 Fernando fue acosado por absolutistas y liberales, y se vivió una situación de parálisis gubernamental muy destacada gracias a que era un cateto que no tenía claro qué hacer (cuidado con los paralelismos con este último año) y a que la actitud de la sociedad no ayudaba precisamente. Los absolutistas le reclamaban más dureza de la que hacía gala (entre otras cosas, porque ni los europeos le dejaban restaurar elementos como la Inquisición, y porque hasta el propio Fernando y muchos de sus ministros asumieron que la senda de las reformas no tenía camino de vuelta), y los liberales pedían más reformas. Era tiempo para que las guerrillas, de uno y otro signo, campasen a sus anchas.
Al final del reinado de Fernando, con el tema sucesorio en disputa (entre el hermano de Fernando, Carlos, y la hija de Fernando, Isabel), se abriría definitivamente la brecha: los absolutistas no podían aceptar a Isabel como heredera, así que tomaron a Carlos como bandera, ya que defendía todo aquello que reclamaban: tradiciones, foralismo, Iglesia... A Isabel (o más bien a su madre, María Cristina, ya que Isabel era apenas un bebé) no le quedó otra que ponerse del lado de los liberales.
En el reinado de Isabel certificamos lo que mantenemos a lo largo de la entrada: el liberalismo se asentaba poco a poco, y solo quedaría totalmente consolidado hacia finales del reinado de Isabel y con su expulsión de España, momento en que quedó claro que ni siquiera con un trauma como echar a patadas a un soberano y una travesía por el desierto de seis años en búsqueda de un sistema de gobierno, el liberalismo iba a desaparecer. Y, pese a eso, en zonas como Cataluña o País Vasco, el carlismo (derivado de Carlos, el hermano de Fernando), representante de esos elementos contrarios al liberalismo, era poderoso.
Entonces, ¿era Fernando un santo?
Claro que no, joder, era un idiota que no tocaba un libro por equivocación, no sabía gobernar ni como buen soberano ni como férreo tirano. Pero la puta sociedad fue la que lo mantuvo ahí, señores. Lo llamaron Deseado, le gritaron aquello de 'vivan las cadenas', y reclamaban más tradicionalismo, más religión, más, más y más.
El reinado de Fernando VII no debería ser tanto un ejemplo de qué malos gobernantes hemos tenido (que también), como un elemento de reflexión sobre qué ocurre cuando una sociedad es analfabeta, ignorante, y se aferra a las tradiciones sin pensar en qué males está causando.
Menos Fernando VII era tal cosa, menos este rey nosequé o aquel presidente nosecuántos, y más mirarse al espejo. No pidamos más historia de los olvidados y luego olvidemos que muchos de estos señores llegan hasta donde llegan por el apoyo directo o indirecto, clamoroso o silencioso, del pueblo llano.
Menos milongas y más reflexión, joder.
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Es que ya lo dijo Isabel II en la entrevista que le hizo Galdós: "Póngase en mi lugar".
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